Carlos
Alberto Montaner
Jeane
Kirkpatrick, la notable ensayista y diplomática norteamericana de la era de
Reagan, solía decir, con cierta melancolía, que ella, como académica, se había
adiestrado para buscar la verdad, pero, como diplomática, a veces su detestable
función era ocultarla.
El
profesor panameño Guillermo (Willy) Cochez, democristiano muy prominente, exembajador
de su país ante la OEA en el actual gobierno de Ricardo Martinelli, tuvo que
enfrentar un dilema similar a los que mortificaban a Kirkpatrick, y optó por
decir la verdad y cumplir con su conciencia, antes que mentir o parapetarse
tras una montaña de eufemismos. Esa posición le costó su cargo, pero le ganó el
respeto de muchísima gente.
El
incidente ocurrió el 16 de enero en la sede de la OEA en Washington. Por aquellos
días se ventilaba el insólito caso del presidente reelecto de los venezolanos,
Hugo Chávez, internado en un hospital en La Habana, presuntamente moribundo o
muy grave, circunstancia que debió resolverse de acuerdo con la Constitución,
cuyo texto establecía claramente que, ante hechos de esa naturaleza, debían
celebrarse elecciones en treinta días, convocadas por el presidente de la
Cámara.
Al
embajador Cochez, que es, además, profesor en la Facultad de Derecho de una
universidad panameña, le pareció intolerable que el gobierno venezolano violara
la ley, ignorara la ausencia de Chávez, y transmitiera ilegalmente la autoridad
al vicepresidente Nicolás Maduro, todo ello con el beneplácito de la OEA y de
su cantinflesco Secretario General, José Miguel Insulza.
Anteriormente, el
mismo organismo juzgó con gran severidad las destituciones de los presidentes
Manuel Zelaya, de Honduras, y del paraguayo Fernando Lugo, pese a que ambos
procesos se llevaron a cabo dentro de la ley vigente en esos países.
Para
Cochez, que tenía una larga historia personal de lucha contra la narcotiranía
panameña de Manuel Noriega, y de solidaridad con otros países que intentaban
establecer la democracia, como ocurrió en El Salvador de Napoleón Duarte en la
década de los ochenta, su amigo y compadre socialcristiano, ésa era una
oportunidad de decir la verdad y ayudar a los venezolanos libres a denunciar lo
que realmente ocurría en Venezuela.
Al
fin y al cabo, la Carta Democrática, firmada por todos los países miembros de
la OEA, le daba la razón a Cochez. Venezuela no era una verdadera democracia,
sino una variante del despotismo, sancionada en las urnas, donde no se respetaban
los derechos de las minorías y no existían poderes independientes. El Caudillo
había fagocitado las funciones del Poder Judicial, mientras el Parlamento, con
una mayoría forzada por unas reglas electorales abusivas, apenas era una caja
de resonancia de la voz del amo.
Ante
este episodio, que demuestra la coherencia moral de Guillermo Cochez y el doble
lenguaje y la cobardía de numerosas cancillerías, vale la pena recordar un
elemento que suele olvidarse: es falso que las naciones tienen que escoger
entre sus intereses y sus principios.
En
realidad, las naciones sólo pueden tener principios. Las naciones son
abstracciones. Son tribus unidas por lazos espirituales intangibles. Son los
individuos, las empresas, los partidos quienes tienen intereses.
El
señor Chávez ha corrompido a numerosos grupos y líderes políticos con sus maletas
llenas de petrodólares, como las que descubrieron en Argentina; y ha extirpado
la decencia del comportamiento de países pequeños que se benefician de los
envíos de petróleo en condiciones ventajosas, como ocurre en casi todo el
Caribe, pero esa conducta inmoral tiene un nombre en el derecho penal: “sometimiento
voluntario a la extorsión”.
Todos
esos políticos y gobernantes latinoamericanos que miran para otro lado cuando
el chavismo atropella a los venezolanos, cierra o acosa a los medios de
comunicación, ayuda a las narcoguerrillas comunistas colombianas, se colude con
la teodictadura iraní para elaborar armas nucleares, o contribuye con recursos
de distinta envergadura al triunfo de sus cómplices en la construcción de esa
gran jaula llamada Socialismo del Siglo XXI, no están defendiendo los intereses
de sus países: están pisoteando los principios en los que se asientan sus
naciones.
Están pudriendo las bases morales de las sociedades que dicen
representar. Eso, sencillamente, es muy grave.
Gracias,
embajador Cochez, por oponerse a esa inmundicia.
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