viernes, febrero 23, 2007

QUE COLOMBIA DESPIERTE

Published on Tue, Feb. 23, 2007, Nuevo Herald, El (Miami, FL)

RAFAEL GUARIN

Las revelaciones del ex ministro Fernando Botero sobre dineros del Cartel de Cali en la campaña liberal de 1994, las acciones concertadas de algunos militares con las AUC, la orden de detención contra nueve congresistas (el número aumentará) y la citación a indagatoria de dos gobernadores por vínculos con los paramilitares no han sido suficientes para que los colombianos reaccionen.

Los acontecimientos demuestran el grado de penetración de intereses ilícitos en la política. No son circunstancias coyunturales o hechos aislados, sino expresión de un complejo proceso de captura del Estado por parte de la delincuencia, ante la mirada indiferente o la complicidad de gran parte de la clase dirigente y de la sociedad.

El escándalo afecta gravemente al actual Congreso y con la renuncia de la canciller llegó a los corredores de la Casa de Nariño. En un escenario de exacerbada pugnacidad, algunos proponen el cierre del legislativo, otros la adopción de una ley de punto final o una reforma política. Todas propuestas en las que los ciudadanos no cuentan.

Los ofrecimientos de cerrar el Congreso suelen ser populares. Aun así, esa vía pisotea la Constitución y agravaría la crisis, pues, como es característico de los sistemas presidenciales, en Colombia no existe la disolución del parlamento o el anticipo de elecciones.

Además, la cuestión no se resuelve precipitando la escogencia de un nuevo Congreso o aplazando las votaciones locales. Eso no corregirá nada sin la previa y rigurosa aplicación de la justicia y el desmonte de las estructuras políticas sustentadas en el crimen. Mientras perdure el ascendiente de narcotraficantes, paramilitares, guerrillas y corrupción, las elecciones serán inevitablemente contaminadas por hilos siniestros. Los resultados de esa propuesta generarán frustración: otras figuras aparecerán con fuerzas ocultas en la trastienda.
La segunda ruta, la ley de punto final, tranquiliza a sectores políticos y económicos involucrados, pero es sinónimo de impunidad. Deniega justicia y desconoce los instrumentos internacionales de protección de los derechos humanos. Las leyes de perdón y olvido del Cono Sur no son garantía para nadie. La experiencia enseña que contribuyen a generar sosiego transitorio sin otorgar seguridad jurídica y burlan el derecho a la verdad, la justicia y la reparación.
Una decisión en ese sentido no impide a la postre sentencias judiciales de tribunales nacionales y foráneos por delitos imprescriptibles como los de lesa humanidad. Como si fuera poco, deja heridas abiertas, promueve la fragmentación de la sociedad y da eco al pretendido discurso político de fachada de las antiguas guerrillas, hoy convertidas en multinacionales de la droga.
Por otro lado, es equivocado pensar que es suficiente modificar la Constitución e ingenuo creer que el actual Congreso facilitará reformas de fondo. Aunque es apremiante revisar las reglas de juego, es más lo que se debe reclamar de la conducta de los políticos que de las instituciones mismas.
Las alternativas mencionadas parecen destinadas a enredar y distraer. Los esfuerzos deben apuntar a derribar las telarañas tejidas por los poderes de facto, para lo cual es indispensable que los ciudadanos rodeen a la Corte Suprema de Justicia y coloquen una lupa a la Fiscalía General de la Nación. Ese organismo tiene la obligación de investigar hasta la saciedad los aparatos electorales de los congresistas presos. Los gobernadores, alcaldes, diputados y concejales militantes de esas organizaciones políticas tienen mucho que decir sobre las relaciones de sus jefes y las propias con los paramilitares. También las directivas de los partidos que los candidatizaron deben esclarecer su responsabilidad.
Pero lo más importante es no esperar a que el protagonismo provenga de los políticos. Es a los ciudadanos a quienes corresponde reaccionar, movilizarse y exorcizar los males colectivos. Se necesita un movimiento de resistencia civil frente a la impunidad y el delito, capaz de reconstruir una cultura que delimite la frontera entre la decencia y la ilegalidad.
Negarse a reconocer que el fondo del problema es la pasividad de la sociedad, su conciencia dormida y la indiferencia o complacencia con la fechoría, nos llevará un día a elegir en las urnas a Mancuso o a Jojoy. Para evitarlo Colombia debe despertar, apoyar la aplicación severa de la ley a los parapolíticos y, con idéntica firmeza, a los políticos relacionados con las guerrillas.