RAFAEL GUARÍN
El gobierno de Álvaro Uribe propuso en buena hora una reforma estructural a la rama judicial. A la luz de la teoría del estado social y democrático de derecho, tanto el choque entre las Cortes, como el de la Corte Suprema de Justicia con el gobierno, son consecuencia de problemas estructurales de la Constitución, especialmente en lo relacionado con el sistema de pesos y contrapesos y el control al que deben estar sometidas las autoridades públicas.
La principal característica del estado de derecho es el poder limitado, lo que se expresa a través del imperio de la ley y de la constitución, además del equilibrio e independencia de las ramas del poder público. A un régimen democrático repugna la existencia de instancias estatales carentes de control, pues ello las pone por encima del ordenamiento jurídico, en forma similar a los monarcas europeos anteriores a la revolución francesa.
En Colombia hay un evidente desequilibrio en los controles sobre los organismos del Estado. Mientras en algunos casos estos son efectivos, en otros, el déficit de los mismos se traduce en islas de impunidad o impunidad absoluta, sin duda una de las razones del actual desorden institucional.
El legislativo está sometido a controles efectivos. La mejor prueba es que muchos parlamentarios están en la cárcel, lo cual resalta la eficiencia del control judicial en materia penal. También las leyes y actos legislativos que expide el Congreso son objeto de revisión por parte de la Corte Constitucional. El Consejo de Estado ha privado de la investidura a quienes violaron el régimen de inhabilidades e incompatibilidades y el Ministerio Público los investiga disciplinariamente. Finalmente, los congresistas tienen también un control democrático que se traduce en la rendición de cuentas que significan los procesos electorales.
Respecto al ejecutivo, en cambio, existen islas de impunidad que hay que corregir. En la práctica el presidente carece de control disciplinario y penal, debido a que recae en una comisión de acusación de la Cámara de Representantes, que es inoperante, aunque está sometido al control democrático, ahora más con la posibilidad de la reelección. Por su parte, los ministros y directores de departamentos administrativos que conforman gobierno con el presidente, sí son objeto de investigaciones disciplinarias y penales. Además, los actos administrativos son controlados por el aparato judicial.
Pero donde la impunidad es absoluta es en las altas cortes. Los controles simplemente no existen. Los magistrados carecen de la vigilancia disciplinaria y penal que debe ejercer la comisión de acusaciones. Por físico terror esa instancia es incapaz de abrir siquiera indagaciones preliminares en contra de los magistrados y quien ose hacerlo es inmediatamente investigado por la Sala Penal de la Corte Suprema de Justicia. Así, aunque los honorables magistrados prevariquen, nunca prevarican, aunque delincan jamás violan la ley.
Como si fuera poco, por su naturaleza, la Corte Suprema, para dar un ejemplo, no tiene control democrático, ni rinde cuentas ante los ciudadanos. Y la tutela, que es el mecanismo mediante el cual se puede ejercer control sobre las arbitrariedades que se cometan en una decisión judicial, es repudiada por esa corporación. Estos magistrados son los únicos colombianos que están por encima de la ley y de la Constitución y no están bajo control por parte de la ciudadanía, ni de ningún otro organismo del Estado.
Eso explica en parte los enfrentamientos entre las cortes y de la Corte Suprema con el ejecutivo.
La tranquilidad que da saber que obviar la Constitución no genera siquiera investigación, se convierte en una licencia para actuar caprichosamente, con criterio partidista y sin responsabilidad alguna. Muy grave son estos privilegiados funcionarios que gozan de impunidad oficial, pero más grave para el país son las consecuencias del poder sin control. No hay que olvidar que el poder corrompe y el poder absoluto, sin controles, corrompe absolutamente.
Es urgente, entonces, la necesidad de una reforma estructural a la Constitución. No se puede hacer a través del Congreso. Es imposible que el nuevo parlamento adelante las reformas cuando sobre este pende la guillotina judicial y la sostienen, no una justicia ciega, sino políticos vestidos de toga. La convocatoria de una Asamblea Nacional Constituyente es el mejor procedimiento, eso sí, garantizando que las reformas no afecten la competencia de la Corte Suprema respecto a las actúales investigaciones en materia de parapolítica y farcpolítica.
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