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El hombre de La Habana
Carlos Alberto Montaner
Un exagente cubano de inteligencia, quien se llama (o se
hace llamar) “Hernando”, presumiblemente radicado en Estados Unidos, acaba de
revelar un dato muy importante: las relaciones entre Nicolás Maduro y los servicios
de espionaje y subversión de la Isla son anteriores a los contactos entre La
Habana y Hugo Chávez.
Según “Hernando”, Maduro se formó en la “Escuela Ñico López”
del Partido Comunista de Cuba a fines de los años ochenta. Su declaración se
puede encontrar en YouTube. Basta con escribir en la barra “Hernando Ex Agente de
Inteligencia”, o entrar al canal de YouTube “Universo Increíble”. Es muy fácil de
localizar.
A juzgar por esta información, Nicolás Maduro es mucho más
que un simpatizante de la revolución cubana o un trasnochado marxista radical, platónicamente
enamorado del comunismo: es un viejo colaborador de la inteligencia castrista.
Por eso Raúl Castro convenció a Hugo Chávez de que éste era su heredero natural.
Maduro formaba parte del grupo. Era uno de ellos.
Aparentemente, lo detectó y reclutó un hábil apparatchik cubano llamado Germán
Sánchez, sociólogo y exembajador de Cuba en Venezuela, quien tenía a su cargo
penetrar, organizar y conquistar al riquísimo país petrolero, algo que logró
con habilidad por su trato peligrosamente agradable.
Años más tarde, Sánchez cayó en desgracia por las intrigas
de la burocracia cubana. Raúl Castro no se sentía bien con él. Le parecía
demasiado “intelectual” e independiente. Lo imaginaba como un apéndice de otro
dirigente que había perdido su confianza: Manuel Piñeiro, “Barba Roja”, jefe
del Departamento de América del Partido Comunista, el gran foco subversivo de
la revolución.
Pero había otro factor en la destitución de Sánchez: Raúl
Castro quería controlar directamente las relaciones con Venezuela. Si la
revolución dependía de esos subsidios, no era sensato dejar estos vínculos en
manos de alguien en quien no confiaba.
Eso quiere decir que Maduro, cuando se estrene como
presidente electo, tratará de “radicalizar el proceso” por recomendación de La
Habana. ¿Qué significa esa expresión? Quiere decir que abandonarán las pocas
formalidades democráticas que subsisten invocando la necesidad de “salvar la
revolución” de las traiciones y el acoso de los enemigos del pueblo.
Cuba no puede correr el riesgo de perder unas elecciones o
un referéndum revocatorio en Venezuela. Un subsidio de trece mil millones de
dólares anuales, incluidos 115 000 barriles diarios de petróleo, es un botín
demasiado jugoso para dejarlo escapar por un capricho de la aritmética.
Además, no sólo Henrique Capriles sabe que “Maduro no es
Chávez”. Raúl también comparte ese criterio. Chávez, por las torcidas razones
que fueren, era un caudillo que conectaba con el pueblo y tenía las bridas de
las instituciones esenciales. Maduro, por mucho que se empeñe en imitar al
líder muerto, es otra cosa. Otra cosa opaca y densa que no despierta más
emoción que la vergüenza ajena.
¿Cómo se maneja al pueblo para que obedezca y transite dócilmente
hacia el control social total? Como siempre se ha hecho: mediante el miedo a
los castigos, junto a la falsa ilusión de que los indiferentes no serán
molestados y podrán continuar sus vidas sin graves inconvenientes.
En 1933, cuando los parlamentarios le entregaron todo el
poder a Hitler tras la quema del Reichstag, estaban confiados en que las
cautelas legales protegerían a los alemanes del establecimiento del
totalitarismo. Sólo tardaron 52 días en descubrir su error.
El parlamento alemán dictó una Ley Habilitante y Hitler, en
pocas semanas, desmontó la democracia liberal de la República de Weimar. A
partir de ese punto, a palo y tentetieso el Führer controló toda la autoridad
y comenzó a prepararse para la guerra mundial y el exterminio paralelo de
judíos, gitanos, homosexuales, minusválidos, y de toda persona que empañara el
destino luminoso de la raza aria.
El señor Maduro sin duda dispondrá de la Ley Habilitante,
como antes sucedía con Chávez. Sólo falta que alguien incendie el Parlamento o
genere cualquier pretexto para liquidar la farsa para siempre. O al menos, por
un buen número de años. Eso es lo menos que La Habana espera de su hombre.
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