viernes, marzo 01, 2013

LA PAZ NEGOCIADA: ¿A qué precio?


Foto: www.elpais.com.co

Óscar Iván Zuluaga

La paz negociada ¿a qué precio?
Una reflexión ciudadana


El exministro Zuluaga el pasado 28 de febrero de 2013 inicio un proceso de reflexión con los ciudadanos sobre los temas colombianos. El primero de ellos: El proceso de paz.

!Zuluaga habla claro! Directo y contundente.

Actualmente es uno de los 6 precandidatos que aspiran a liderar una amplia coalición de partidos y movimientos políticos que renueve el Congreso y elija presidente de Colombia.

Con Carlos Holmes Trujillo, Francisco Santos y Juan Carlos Vélez, junto al expresidente Álvaro Uribe, son quienes conducen el proceso de organización del Centro Democrático.

Lea su discurso:



I. 


El país, sin saber cómo ni cuándo, se vio de repente embarcado en un proceso de negociación con las Farc. Digo sin saber cómo porque el mandato electoral del presidente Santos no incluía sanción popular para buscar una negociación de esa naturaleza. Y sin saber cuándo, porque la opinión pública tuvo conocimiento de los avanzados contactos con las Farc por revelación periodística meses después de iniciadas las conversaciones.

La situación es esta: los delegados del gobierno colombiano han acordado con las Farc una agenda de negociación cuyo fin, se dice, es la terminación definitiva del conflicto. Esa agenda fue fruto de secretos contactos de los que la opinión no conoce detalle alguno. Sobre la base de esa agenda se están llevando a cabo, en similar grado de reserva, una serie de conversaciones en La Habana con los cabecillas de las Farc. Los colombianos no sabemos qué se dice allí, qué se ha acordado y qué no. Y, de cumplirse la voluntad de las partes, no sabremos nada hasta que no se haya acordado todo. Al cabo de un proceso cuya duración en el tiempo es impredecible, se le presentará a la ciudadanía un paquete de acuerdos de contenido inmodificable, y qué pueda pasar después de eso es materia de pura especulación. Esos son los hechos.

 Como se ve, la información ha llegado a la opinión pública a cuentagotas. Pero lo que sabemos es suficiente para sentar nuestra posición: es un error enorme, un riesgo desproporcionado, el que corre la sociedad colombiana por cuenta de la negociación promovida por el gobierno. Antes de evaluar las razones que motivan nuestra posición, bien vale recordar los precedentes que en esta materia ofrece nuestra historia reciente.

II.

Han sido múltiples los intentos de distintos gobiernos por firmar algún acuerdo con las Farc en décadas pasadas. El motivo no era sólo la búsqueda de la paz, sino la conciencia de los gobernantes de que el nuestro era un Estado demasiado débil e incapaz para luchar contra esos flagelos hermanos, el narcotráfico y el terrorismo. La ciudadanía y los gobernantes compartían la certeza de que no éramos capaces de contener el aluvión de violencia y criminalidad que nos estaba ahogando. Vivíamos desesperados por encontrar algún solaz, alguna opción distinta de ver, impotentes, cómo el terrorismo crecía cual mala hierba, velozmente y en todos los rincones. Sentíamos que el barco se estaba hundiendo, que el agua entraba por todos los resquicios, y que cualquier salvavidas que nos tiraran era una gracia del cielo.

Ese era el estado de ánimo de la Nación en 1998. Con el agua al cuello, elegimos a Andrés Pastrana, y lo elegimos con un propósito clarísimo: para que negociara con las Farc. En nuestro desespero, no pusimos condiciones. Sólo queríamos que se pactara alguna cosa, cualquiera que fuera. Y bien: el presidente Pastrana hizo exactamente aquello para lo cual lo elegimos. El acto inaugural del fatídico proceso resumía como ninguna otra imagen la situación del momento: el Presidente de la República de Colombia, legítima y democráticamente elegido por los ciudadanos, sentado al lado de una silla vacía, como quien se resigna a aceptar que la supervivencia de su patria pende del capricho del criminal que la asedia. Los colombianos concurrimos a San Vicente del Caguán con certeza de que estábamos derrotados. Cualquier resultado mínimamente preferible a la toma de Bogotá, que ya estaba acordonada por las Farc, nos hubiera resultado providencial. 

Así las cosas, el gobierno aceptó cuanta condición impuso las Farc. Y lo hizo con el beneplácito de la ciudadanía. Cedimos ante todas sus exigencias, muchas de las cuáles hoy calificaríamos de inaceptables. El despeje militar constituyó el reconocimiento de la claudicación del Estado. El reconocimiento fue simbólico para el país, pero dolorosamente real para los compatriotas de San Vicente del Caguán que tuvieron que vivir bajo el yugo de la república independiente del Secretariado. Al conceder el despeje renunciamos al control del territorio y la presencia de las fuerzas legítimas de seguridad para proteger a la ciudadanía, dos de las más vitales funciones del Estado. El la zona desmilitarizada, el Estado colombiano efectivamente dejó de serlo. 

¿En qué resultó ese proceso del Caguán, al que llegamos más por cansancio y desilusión que por reflexión ponderada? En nada bueno, y en muchísimo que lamentar. No podemos decir que con el rompimiento de las negociaciones volvió el terrorismo, porque nunca se fue: el proceso entero transcurrió en medio de la barbarie de las Farc. Lo que sí es cierto es que de aquellos años las Farc salieron fortalecidas, con renovado vigor, convencidas de que emprendían la marcha final hacia su victoria, que no era ni es otra cosa que la derrota de la democracia colombiana. Aumentó el secuestro, se expandió el narcotráfico, el terrorismo recuperó la iniciativa. 

El estado de ánimo nacional cambió drásticamente en vista de la tozudez de los hechos de terror, que se tornaron cotidianos. El país se había sometido a todas las condiciones del Secretariado y lo único que obtuvo a cambio fue el frío engaño de las Farc. Burlados nuestros anhelos, los colombianos decidimos que era hora de un cambio inequívoco de rumbo. En las urnas, con una mayoría sin precedentes, elegimos a Álvaro Uribe Vélez para que su visión de la seguridad democrática nos devolviera la fe en el futuro de Colombia.

III.

Y eso, y más, logró el gobierno de Álvaro Uribe. No voy a detenerme en los muchos éxitos de su gobierno, del cual me enorgullece haber sido parte. A pesar de los muchos errores que pudieron cometerse, lo cierto es que el año 2002 será registrado en la historia de Colombia como un punto de quiebre, como el año en que volvió la esperanza y el Estado renovó su compromiso indeclinable con la protección de los ciudadanos en todo el territorio.

La obra de gobierno de Álvaro Uribe merece especial admiración porque excedió con creces el mandato popular que recibió en las urnas. Los colombianos lo elegimos para que pusiera en cintura la expansión y consolidación del terrorismo y el narcotráfico. Lo elegimos para que incubara un “huevito”: el de la seguridad democrática. Y en el proceso de hacerlo, nos resultó con dos “huevitos” más: nos legó un país no sólo más seguro, sino que genera más confianza para la inversión y construye más cohesión social. 

Me limito a señalar algunos logros relevantes en materia de seguridad.  El gobierno de Álvaro Uribe logró que las Farc pasaran de tener unos 20,000 combatientes a apenas 7,000. Logró el desmonte fáctico y moral del paramilitarismo: fáctico, en tanto que la mayoría de los otrora paramilitares regresaron a la vida civil; moral, en tanto que le devolvió al Estado el monopolio de la fuerza y con ello le quitó legitimidad a quienes hacían justicia por mano propia alegando que las fuerzas armadas eran incapaces de combatir a la guerrilla. Pero tal vez el logro más destacado de todos es la enorme reducción en todos los índices de violencia. Pasamos de tener 67 homicidios por cada 100,000 habitantes en 2002 a 38 en el año 2010.

Al retirarse de la Presidencia de la República, Álvaro Uribe le entregó a los colombianos un país con enormes retos y dificultades pero con un modelo de Estado exitoso para enfrentar sus desafíos. Un país que todavía tenía niveles alarmantes de violencia, pero mucho menores que los que padecía ocho años antes. Un país amenazado aún por el terrorismo y el narcotráfico, pero con un Estado muchísimo más capaz de enfrentar ambos males decididamente y en todo el territorio. La Colombia de 2010 no era perfecta, pero era mucho mejor que la de 2002 y se conducía por el camino correcto.

“Las próximas generaciones de colombianos mirarán hacia atrás y descubrirán, con admiración, que fue el liderazgo del presidente Uribe, un colombiano genial e irrepetible, el que sentó las bases del país próspero y en paz que vivirán.” No son mis palabras, queridos amigos, aunque las comparto: son las de Juan Manuel Santos el 7 de agosto de 2010.

IV.

Esa opinión se expresó con absoluta claridad en la elección de ese año. Si el conjunto de 9 millones de votos que reeligió a la seguridad democrática pudiera hablar con una sola voz, habría dicho: “Por donde vamos, vamos bien.” La ciudadanía decidió en las urnas que el camino de los 8 años anteriores era correcto y que, hecha la salvedad de los ajustes que sin duda se requerían, había que arreciar. Pero no cambiar el curso.

Ese fue el mandato popular que recibió Juan Manuel Santos. Pero los hechos demuestran que el Presidente de la República incumplió la promesa ciudadana de campaña y violó la sustancia de su mandato electoral. En esto el presidente Santos es radicalmente diferente de sus dos antecesores. Independientemente de lo que uno piense de su gestión, lo cierto es que Andrés Pastrana hizo aquello para lo cual lo elegimos: se sentó a negociar con las Farc. Y Álvaro Uribe hizo exactamente lo que el pueblo le mandó al elegirlo: puso en marcha la política de seguridad democrática. Juan Manuel Santos, por el contrario, cortejó nuestro voto con unos postulados y ha gobernado al amparo de otros muy distintos, cuando no opuestos. Es muy diciente que los mismos que en campaña alzaban su voz para oponerse al candidato Juan Manuel Santos son ahora los más juiciosos defensores de su gobierno, a veces en calidad de ministros del despacho.

Para quienes somos demócratas convencidos, esta violación del acto de confianza ciudadana que se expresa mediante el voto es de suma gravedad. La ciudadanía entiende cuando un gobernante no logra llevar a feliz término todos sus empeños de campaña, por ejemplo, por falta de respaldo del legislador, o por cambios súbitos en el entorno. Pero la ciudadanía no acepta, ni puede aceptar, que en ausencia de esas circunstancias haya un cambio completo y deliberado de la agenda de un gobierno popularmente elegido. Eso es al compromiso democrático entre gobernante y ciudadano lo que la infidelidad al matrimonio.

El Juan Manuel Santos candidato tuvo nuestro voto. El Juan Manuel Santos presidente tuvo en primera instancia nuestra prudente paciencia, mientras sus acciones revelaban el talante de su gobierno. Yo no soy un hombre dado a opiniones prematuras, ni anclo mis valoraciones políticas en animadversiones personales. Quería esperar a constatar los hechos del gobierno para definir a ciencia cierta su temple y su carácter. 

Con el paso de los meses, esos hechos se fueron acumulando y la evidencia se hizo incontrovertible: el Presidente de la República había decidido abandonar esa seguridad democrático que lo eligió para sustituirla por un proyecto de negociación prematura con los terroristas de las Farc.

El primer indicio fue la confesión casi accidental del Presidente sobre el nuevo depositario de sus afectos. El mismo jefe de Estado que para el Ministro de Defensa y candidato era auxiliador indiscutible del terrorismo, para el Presidente se convirtió en nuevo mejor amigo. ¿Qué podía explicar semejante metamorfosis? No podía ser únicamente el tal “cambio de estilo” en materia diplomática porque para “bajarle” el tono a una pelea no hace falta hacerse íntimo compadre del rival. Tenía que haber una intención más profunda.

Yo sé que el Presidente de la República ha cambiado muchas veces de opinión en materias de enorme importancia, y recuerdo que algún vez dijo que quien no cambia de opinión es un idiota. Y algo de razón tiene: las opiniones deben ser susceptibles de cambio por vía de la persuasión y del diálogo. Pero lo que no se cambia tan cómodamente son las convicciones, que calan más hondo que las opiniones. No se tiene carácter ni temple ni integridad cuando las convicciones cambian con la facilidad con que pueden mutar las opiniones.  

Al margen de las novedosas tesis con que el gobierno nos sorprendía, fuimos testigos también del crecimiento de la llamada Marcha Patriótica. Seamos claros: la Marcha Patriótica es un viejo embeleco mal disfrazado con ropas nuevas; es la vetusta doctrina de la combinación de las formas de lucha que revive bajo el rótulo del “socialismo del siglo XXI”. La Marcha Patriótica es, en otras palabras, la franquicia del Chavismo en el único país del área andina que ha sido barrera infranqueable en el proyecto expansionista del gobierno de Venezuela. ¿Sería coincidencia el ímpetu que cobraba este movimiento?

El cambio de rumbo se hacía más y más claro.  Entre los cambios de política del Presidente Santos en relación con Chávez y el resurgir de la Marcha Patriótica había, además, un profunda sincronía. Como si hubiera un punto de encuentro en los intereses del gobierno, los del Chavismo y los de las Farc.

Y efectivamente: la negociación que el gobierno secretamente adelantaba con los terroristas de las Farc explicaba todo lo demás. Explicaba por qué el gobierno necesitaba trabar amistad con Chávez, que es el verdadero poseedor de las “llaves de la paz”. Y explicaba por qué Marcha Patriótica arreciaba su labor política. Claro, estaban allanando el terreno para que allí aterrizaran los terroristas de las Farc que aspiran a hacer política tras su eventual desmovilización. Para darle viabilidad a las incipientes negociaciones, el Presidente de la República trocó la exitosa política de seguridad democrática por la complacencia de Chávez.

V.

Ese fue el curioso camino por el que terminamos embarcados en las negociaciones de La Habana. Como dije al principio, no es mucho lo que sabemos del proceso de La Habana, pero es suficiente para sentar nuestra oposición.

Sabemos, gracias a las revelaciones de Francisco Santos en agosto de 2012, que en febrero de ese año gobierno y Farc firmaron un acuerdo que contiene la agenda de las negociaciones. Curiosamente, apenas un mes antes de la firma del acuerdo, el entonces Ministro del Interior, Germán Vargas Lleras, emitió un comunicado asegurando que “El gobierno no adelanta negociaciones con las Farc”. Quedamos entonces con la duda de si el Ministro no estaba al tanto de las reuniones en La Habana, o si el gobierno deliberadamente ocultaba sus contactos ya bien avanzados con las Farc.

[1]

Pero vamos mejor al fondo del asunto. ¿Por qué nos oponemos a estas negociaciones? En primerísimo instancia, porque no aceptamos que se negocie con terroristas mientras no cesen sus acciones criminales de manera unilateral e incondicional. Creemos que es inadmisible sentarse a negociar cualquier cosa mientras no haya una cesación unilateral de la extorsión, el secuestro, el asesinato, el reclutamiento de menores y toda forma de intimidación por parte de las Farc, o cualquier otra organización criminal.

Esa solía ser, también, la tesis del candidato Juan Manuel Santos. Así la resumía él mismo el 7 de agosto de 2010:

[M]i gobierno estará abierto a cualquier conversación que busque la erradicación de la violencia, y la construcción de una sociedad más próspera, equitativa y justa. Eso sí –insisto– sobre premisas inalterables: la renuncia a las armas, al secuestro, al narcotráfico, a la extorsión, a la intimidación. No es la exigencia caprichosa de un gobernante de turno. ¡Es el clamor de una nación! Pero mientras no liberen a los secuestrados, mientras sigan cometiendo actos terroristas, mientras no devuelvan a los niños reclutados a la fuerza, mientras sigan minando y contaminando los campos colombianos, seguiremos enfrentando a todos los violentos, sin excepción, con todo lo que esté a nuestro alcance.

Esas eran las palabras del Presidente el día de su posesión. Estamos en pleno acuerdo con ellas. Nuestra discrepancia radica en que para nosotros esas siguen siendo “premisas inalterables,” mientras que para el señor Presidente parecen ser requisitos reversibles.

Algunos sostienen que esta exigencia es absurda a menos que se trate de un cese bilateral de hostilidades. Pero se equivocan: la tesis del cese bilateral supone que el Estado y los grupos terroristas pueden tratarse como iguales. De hecho, hablar de un cese de hostilidades es equívoco: en realidad, lo que se pide es que unos criminales dejen de delinquir, por un lado, y que el Estado deje de hacer cumplir la ley por otro. La asimetría es tan profunda como es obvia. Por eso, a nuestro juicio, el abandono unilateral del terrorismo por parte de las Farc sigue y seguirá siendo una premisa inalterable de cualquier escenario de posible negociación.

[2]

Nos oponemos, además, porque este proceso está planteado sobre la base de una agenda temática que efectivamente eleva a las Farc al nivel de interlocutor legítimo para el diseño de las política públicas. El acuerdo de febrero de 2012 es inequívoco: las negociaciones de La Habana están diseñadas para que las Farc “metan la mano” en el modelo de desarrollo del país.

Cada vez que señalamos esta realidad, los defensores de oficio del gobierno salen a decir que no es cierta. Yo sugiero que vayamos más allá de mi palabra y la suya: veamos qué dice el acuerdo general en el que plenipotenciarios de ambas partes estamparon sus firmas.

Pues bien: tan claro es que la negociación incluye el modelo de desarrollo socioeconómico de Colombia, que el primer tema en la agenda de la mesa es el de una “política de desarrollo agrario integral.” Es decir, los grandes victimarios del campo colombianos ahora se erigen como legítimos contertulios para replantear el modelo de desarrollo agrícola del país. Los criminales que, según el propio Ministro de Agricultura, son los grandes despojadores de tierra, con más de 700.000 hectáreas usurpadas, son ahora aportantes al debate de política pública sobre el campo.

La cosa va más allá. Y este es un detalle vital que no ha merecido suficiente atención de la opinión pública: no es sólo el tema agrario el que entra en la agenda de La Habana. De hecho, en una de las secciones referentes a la política de “desarrollo agrario integral”, el acuerdo muy claramente incluye la discusión del “desarrollo social: salud, educación, vivienda, erradicación de la pobreza.” Resulta, entonces, que por vía del tema agrario (cuya inclusión en la agenda ya es una concesión inaceptable) entran prácticamente todos los temas del modelo de desarrollo del país. Pareciera que las Farc fueron a La Habana no a concertar los términos de su renuncia a las armas, sino a redactar un plan nacional de desarrollo.

Para nosotros es clarísimo que un proceso de negociación con estos temas sobre la mesa es inaceptable. Por un lado, es francamente absurdo que el gobierno legitime a estos victimarios del campo al permitirles abrogarse la defensa del sector rural colombiano. Pero lo más grave es que estamos asistiendo a una profunda claudicación de la institucionalidad democrática. ¿Por qué hemos de discutir estos temas con las Farc? ¿No es para eso el Congreso de la República? ¿No son para eso foros como el que nos convoca hoy, o los espacios de los medios de comunicación? Nosotros creemos que el modelo de desarrollo se discute de frente, con los colombianos que viven en la legalidad y por vía de las instituciones democráticas y la participación ciudadana directa, no a puerta cerrada en el exterior con un puñado de terroristas incontritos.

Habrá quien pregunte: y si no es sobre esos temas, ¿entonces de qué se puede negociar? Nosotros respondemos: se pude negociar sobre las condiciones de la desmovilización y el sometimiento a la justicia. Así se hizo en el proceso con las autodefensas, con quienes jamás se planteo un solo debate sustantivo sobre el modelo de país. Creemos que la desmovilización de un grupo terrorista amerita ciertas concesiones. Reconocemos también que no es plausible una desmovilización sin un acuerdo de reducción de penas. De todo eso se puede y se debe negociar. Pero no hay ningún motivo para aceptar que la voz de un grupo narcoterrorista tenga peso alguno en el diálogo social para definir el modelo de país que queremos.

[3]

Esto nos conduce a un tercer motivo de enorme preocupación: la posibilidad de la elegibilidad política para personas responsables de delitos atroces y de lesa humanidad. ¿Se les permitirá a los cabecillas de las Farc llegar al Congreso a pesar de sus sádicos prontuarios?

El texto del acuerdo general entre gobierno y Farc una vez más da razones muy claras para pensar que la negociación marcha en esa dirección.  De hecho, el segundo tema de la agenda que allí se plantea, inmediatamente después del desarrollo agrícola, es el de la “participación política.” Allí se incluye entre los asuntos a tratar el de “derechos y garantías para el ejercicio de la oposición política en general, y en particular [óigase bien] para los nuevos movimiento que surjan luego de la firma del Acuerdo final.” Es evidente que las Farc aspiran a convertirse en una fuerza política activa, y dudo muchísimo que esto sea por designio de los guerrilleros rasos. Muy seguramente son los miembros del Secretariado, los cabecillas, quienes aspiran a ocupar cargos de elección popular.

Pues bien: porque esas personas son en efecto responsables de delitos atroces y de lesa humanidad, creemos que el derecho a ser elegidos para cargos público lo han perdido ya de manera irrevocable. El calibre de los crímenes que pesan sobre las conciencias de los cabecillas de las Farc amerita, por no decir que exige, su exclusión definitiva de la vida electoral sin excepciones. El derecho de llegar al Congreso de la República lo perdieron para siempre ordenando el atentado al Club El Nogal, o la masacre de Bojayá o el asesinato a sangre fría de los diputados del Valle secuestrados, por citar sólo algunos.  

No podemos tampoco aceptar, como parece que las Farc pretenden, que algunos de sus integrantes se vinculen a las Fuerzas Militares luego de su desmovilización. La integridad de nuestras fuerzas armadas y de policía no puede estar sobre la mesa.

[4]

Por último, rechazamos la posibilidad de la impunidad total por vía de la cesación de la acción penal, ahora posible en Colombia en virtud del acto legislativo 01 de 2012 o “marco jurídico para la paz.” Si bien creemos que es necesario modular las penas en cualquier proceso de negociación que busca conducir a la desmovilización de un grupo violento, no aceptamos una política de perdón y olvido selectivo a discreción de la Fiscalía General de la Nación y el ejecutivo.

Nos preocupa muy seriamente que el Estado deliberadamente decida no administrar justicia en casos escogidos a dedo. Ello es efectivamente renunciar a una de sus funciones esenciales. Además, esta posibilidad en un asalto frontal a la dignidad de las víctimas y su derecho a reclamar justicia. Un paz así, mediada por la impunidad, ni es estable ni es duradera, ni es justa.

Los desaciertos del marco jurídico para la paz tienen el agravante de nunca haber sido validados plenamente en el foro de la opinión pública. No hubo el gran debate nacional que el proyecto ameritaba, a diferencia del que tuvo lugar en relación con la ley de justicia y paz. El gobierno, presuroso de aprobar el texto sin mucha algarabía, no le dio al país la oportunidad de asimilar y discutir su contenido. Sin la reflexión ciudadana debida, el gobierno logró abrir las puertas de la impunidad para los terroristas

VI.

A la luz de nuestras objeciones al proceso de La Habana hay quienes nos señalen de estar a favor de la guerra, abrogándose ellos la bandera de la paz. Nada más distante de la verdad: todos los colombianos estamos buscando la paz. Nuestras diferencias residen en que tenemos diferentes concepciones de cómo alcanzarla. Nosotros creemos en el camino cierto, probado de la seguridad democrática y de la justicia; otros prefieren los atajos. Tampoco es cierto que estemos a favor de la guerra, ¿o es que acaso el ejercicio legítimo del monopolio de la fuerza del Estado para hacer cumplir la ley, proteger nuestras vidas y garantizar nuestras libertades se puede llamar “guerra”?

VII.

El diálogo ciudadano debe girar en torno a estos problemas concretos. No podemos seguir reduciendo la discusión a falsas dicotomías entre guerra y paz u otras simplificaciones similares. Si queremos que la opinión pública participe de un debate serio sobre los retos que el país enfrenta en materia de paz y seguridad, es necesario que la reflexión se remita a los aspectos concretos del modelo de negociación puesto en marcha en La Habana.

No podemos olvidar que el eventual éxito de estas negociaciones no depende de si los delegados del gobierno y los de las Farc se ponen de acuerdo o no. Depende, por el contrario, de la posición de la ciudadanía, del país nacional que no sabe qué está pasando en La Habana. Nuestra responsabilidad como ciudadanos es entrar al foro de la opinión pública para preguntarnos bajo qué condiciones estaríamos dispuestos a aceptar un posible acuerdo entre el gobierno y las Farc. La última palabra la tiene la ciudadanía y por eso hay que abrir el debate a todas las voces e ir más allá de las generalidades vacías.

Para eso los hemos convocado hoy, para empezar este diálogo nacional a partir de cinco preguntas básicas que, a nuestro juicio, resumen los problema de fondo:

·                     ¿Está de acuerdo con que miembros de las Farc responsables de crímenes atroces y    de lesa humanidad puedan participar en política? 
·                     ¿Está de acuerdo con una amnistía con perdón y olvido, sin que las Farc reconozcan o reparen a sus víctimas?
·                     ¿Está de acuerdo con que el modelo económico del país se negocie con las Farc?
·                     ¿Está de acuerdo con que la negociación se delante de espaldas al país?
·                     ¿Está de acuerdo con que los eventuales desmovilizados de las Farc puedan sumarse a las Fuerza Armadas?

Con estas preguntas en mente, los invito a que reflexionemos y abramos la discusión.

Muchas gracias,

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