El columnista Carlos Alberto Montaner reflexiona sobre los desafíos con la muerte de Chávez tanto para Venezuela como para Cuba.
CARLOS ALBERTO MONTANER
Hugo Chávez y los hermanos Castro sabían que las
posibilidades de supervivencia del venezolano eran casi nulas y comenzaron a
preparar el postchavismo desde el verano del 2011. Tratarían, claro, de curar
al locuaz teniente coronel, pero desde que los médicos advirtieron la clase de
cáncer que padecía –un agresivo y raro rabdomiosarcoma--, la gravedad y extensión de la metástasis, y lo tarde que
había llegado al quirófano, nadie se hacía ilusiones.
Salvo que ocurriera un milagro, Chávez estaba condenado a
morir a corto plazo. Por eso ocultaron la información médica y manejaron la
crisis con total secretismo. No se trataba de un capricho. Era una forma desesperada
e incómoda de control político. Resultaba vital mantener la ilusión de que
Chávez se salvaría para que no se desataran las ambiciones dentro de la
inquieta tribu de los presuntos herederos.
Para los cubanos, era esencial dormir a todos los venezolanos, pero muy especialmente a los
chavistas, con el objeto de poder controlar y manejar la transmisión de la
autoridad en Caracas, de manera que no se les escapara el enorme subsidio
venezolano, calculado en diez mil millones de dólares anuales por el Instituto
de Estudios Cubanos de la Universidad de Miami. El argumento invocado,
naturalmente, no sería ése, sino “la necesidad de salvar la revolución
bolivariana”.
En agosto del 2012, los Castro, y los médicos dedicados a
atender a tan delicado paciente, convinieron en que el desenlace podría
precipitarse y no había garantía alguna de que Chávez pudiera llegar en forma
física y mental razonable a las elecciones presidenciales de diciembre (lo que
resultó exacto), así que adelantaron los comicios al 7 de octubre. Esos dos
meses eran cruciales.
En ese momento ya los Castro tenían muy claro que el mejor
sustituto de Chávez, desde la perspectiva de los intereses cubanos, era Nicolás
Maduro. Era un hombre razonablemente inteligente, o al menos palabrero y memorioso,
capaz de armar vistosos sofismas históricos, como les gustan tanto a Fidel como
a Hugo. Era dócil, obediente, y se subordinaba, como Chávez, a la supremacía
moral e ideológica del castrismo. Parecía ser un discípulo atento y
disciplinado.
Además, como suele ocurrir muchas veces en el mundillo
político, para los Castro, una de sus ventajas comparativas era la indefensión.
Nicolás Maduro no fue parte del intento de golpe de 1992. No tenía raíces en el
ejército. No controlaba al Partido Socialista Unido de Venezuela, y ya ni
siquiera era miembro de la Asamblea Nacional. En realidad, su único asidero en
el poder era el respaldo de un Chávez agonizante y el apoyo de los cubanos.
Los Castro, que tienen instinto para la maniobra y una
capacidad asombrosa para desplumar a sus aliados, pensaron que, de la misma
manera que Hugo Chávez encontró en Cuba una fuente esencial de sustento
estratégico, iniciativas internacionales e información sobre amigos y enemigos,
Nicolás Maduro, dada su debilidad dentro de los grupos de poder venezolanos,
repetiría el mismo esquema de dependencia emocional y política.
Por supuesto, dentro de la sociedad venezolana, incluso
dentro del chavismo, hay muchas personas, y algunas de ellas con mando, que no
ven con buenos ojos la arrogante injerencia cubana en los asuntos del país. Les
resulta inconcebible que una pobre y atrasada isla del Caribe, seis veces más
pequeña, con menos de la mitad de la población, pésimamente administrada por
una dinastía familiar-militar desde hace 54 años, que trata de cambiar su
modelo económico porque sabe que es un desastre, a la que hay que subsidiar
copiosamente para que no colapse, gobierne a los venezolanos y elija al
heredero de Hugo Chávez. Jamás se había visto un despropósito semejante.
Pronto los Castro van a comprobar cuán difícil es controlar
el destino de otra nación, a menos de que la ocupen militarmente, algo
absolutamente impensable. Será entonces cuando entenderán el significado
profundo de la desconsolada frase pronunciada por Bolívar: “he arado en el
mar”. Lo probable es que, tras el entierro de Chávez, pese a todos los desvelos
para controlar al sucesor, ocurra lo mismo con el subsidio venezolano. No
tardará en ser un recuerdo.
Dentro de éste orden de ideas, los otros aspirantes, sin contar a la opsición: Diosdado, Rangel, etc. ¿qué pueden hacer?. Y, lo que hagan ¿fracturará el orden institucional en Venezuela?
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